Como reconocimiento al gran valor,
entereza y dignidad de mi padre
Hola, amig@s:
En mi artículo anterior escribí sobre el dolor y cómo las personas tenemos que crecer ante él para vivir con tranquilidad y también cómo una enfermedad propia o de un ser amado nos devasta y muchas veces nos quita todas las fuerzas para dar la batalla y salir vencedor@s.
Definitivamente, esto se va aprendiendo con los golpes y las sorpresas que la vida nos depara; hoy les pido su comprensión para que me permitan compartir con ustedes un duro capítulo de mi vida, que me dejó una de las enseñanzas más grandes, con lo cual pude darme cuenta cuan equivocada estaba acerca de una persona. Una persona que le bastó un año y medio para regalarme la lección más grande de mi vida: Don Armando Naranjo Garibay, sastre de oficio y músico de corazón… mi padre.
Qué duro y qué difícil es darte cuenta que has juzgado mal a tu padre, pues no estabas de acuerdo con su actuar, porque sencillamente lo juzgaba sin tener derecho a hacerlo. Ahora entiendo su proceder, nunca me tomé el tiempo para tratar de encontrar qué era lo que hacía que mi padre no actuara de acuerdo a lo que yo creía estaba bien o que necesitábamos como familia.
Como era costumbre, cada domingo nos juntábamos a comer toda la familia en la casa de mis papás: su servidora y mis dos hermanos, los tres con nuestras respectivas parejas e hijos. Uno de esos días, cuando abracé a mi padre por la espalda, pasando mis manos sobre su cuello, inmediatamente me percaté que tenía una pequeña bolita, al instante él trató de retirarse porque evidentemente ya sabía de la existencia de ella y no quería que me diera cuenta, pero demasiado tarde yo lo había notado. . .
Le pregunté: ¿Qué es papá? y como era su costumbre (evitar a toda costa preocuparnos) me contesto “nada hija mía, no es nada”. . . dejé pasar un rato y le pedí a mi esposo -que es médico- lo checara, por favor.
Cuando Eduardo volteó a verme al estarlo revisando, noté en su mirada que algo estaba mal e inmediatamente le comentó: “Suegro, necesito que lo revise mañana el oncólogo”; él aceptó y a partir del día siguiente mis hermanos y yo nos dimos a la tarea de llevarlo y empezar a recibir malas noticias, pues era un cáncer de boca en un estadio avanzado.
Dios, yo sentía que el piso se hundía cuando después de cada estudio las noticias eran cada vez una más desalentadora que la anterior, pero Don Armando siempre firme, de una sola pieza, con una entereza que en momentos me hacía dudar si estaba entendiendo la gravedad del problema.
A tal grado que le dije: “Padre, tienes alguna duda de lo que los médicos nos dijeron, lo que ofrecen y los resultados que podremos tener (desafortunados todos), él me contestó como era su costumbre llamarme: ¨Hija mía, entendí perfectamente y lo único que te quiero pedir por favor es que no vayas a dejar que me hagan nada, sólo los lavados en la lesión que dijeron que se me va a hacer en mi cara”. Ya que el cáncer de piso de lengua va tomando la cavidad, pero posteriormente sale y sigue con los tejidos de la cara.
Me partía el alma saber que irónicamente iba a perder su más grande tesoro: la hermosa voz que le permitió ser por más de medio siglo, el reconocido y aclamado cantante en la orquesta que fundó su padre, así como sus mayores placeres: cantar, platicar, comer y beber, pensando que esto iba a contribuir para que se nos diera por vencido.
Para mí, era increíble como todas las mañanas me recibía con una gran sonrisa, dándome las gracias y preguntándome: “¿Cómo esta mi enfermera hermosa?”. A partir de esos días, se convirtió en mi mejor amigo, al grado que me hacía preguntas de temas que jamás habíamos tocado, desde cómo conocí a Eduardo mi esposo, qué color de vestido era mi preferido, qué tango me gustaba, por qué me gustaba bailar paso doble, por qué hacia tanto ejercicio, se reía porque le decía “vengo de correr” y él me contestaba: ¨No le corra, al toro por los cuernos¨. Hoy entiendo mejor que nunca el sentido de esta última frase.
Me platicó toda su historia, dándome datos y eventos de su vida que no conocía y que me llevaban a entender más cada día su forma de ser y comprender lo injusta que había sido durante años al juzgarlo tan severamente.
Así fueron transcurriendo los meses e inevitablemente su enfermedad avanzaba y su estado general menguaba; la dificultad para comer y para hablar era evidente y su delgadez era cada día más notoria, pero sorprendentemente se fue creando una conexión entre los dos, que tan solo con su mirada me permitía adivinar lo que él quería decirme.
Asumió con dignidad la enfermedad consecuencia de su gusto por fumar y nunca de sus labios salió una queja contra la vida, el destino y menos contra Dios Nuestro Señor, de quien siempre fue creyente.
Por el contrario, unos de esos días que le hacía la curación –limpieza- de la herida, él percibió que mi pulso temblaba, ya que para mí era sumamente difícil pensar que lo podía estar lastimando y me dijo con dificultad: “Hija mía, no te preocupes, dale, límpiale, si yo puedo tú debes de poder, además piensa hija mía, que esta enfermedad Dios me la regaló para así como estás quitando todo lo malo de mi herida yo quite las mías de mi alma”.
Qué duro es saber que se nos iba, pero verlo que sus días pasaban con tanta dignidad e inclusive agradecimiento a Dios no podía más que admirar su entereza. Por las tardes, veía un rato la televisión y con tono de disculpa nos decía alrededor de las seis de la tarde “ya estoy cansado, voy a dormirme”; en el trayecto de la sala a su cama estaba un cuadro del Sagrado Corazón de Jesús y no pasaba un día sin que Papá se detuviera ante Él, lo viera con ojos de agradecimiento, se persignara y se fuera a acostar.
Mi adorado Don Armando, como me dio valor para poder hacer todo lo que él necesitaba, desde curarlo hasta inyectarlo, todos los días hasta el día de su adiós, que se levantó de la cama y trató de hacer lo mismo de siempre, pero sus fuerzas ya no se lo permitieron.
Ese infausto día, al verlo me di cuenta que había llegado el momento: la hora, el minuto y el segundo de su partida, una partida con toda la dignidad del mundo, asido de la mano de sus hijos y con la tranquilidad reflejada en su rostro. Entonces supe -supimos todos en mi familia- que Papá se había ido en paz, reconciliado con Dios y con la vida.
Don Armando, Padre Mío, con motivo de este Día del Padre, sea este mi testimonio de agradecimiento y reconocimiento. Gracias por tu amor, gracias por tus enseñanzas, gracias por tu regalo. . . Te amo, te extraño, te necesito y te llevo por siempre en mi corazón.
* Artículo publicado en DIARIO DE COLIMA (Suplemento "Diario Mujer") el miércoles 15 de junio de 2011 y en COLIMÁN el viernes 17 de junio 2011.
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